miércoles, 10 de octubre de 2012

Pequeñas Semillitas 1838


PEQUEÑAS SEMILLITAS

Año 7 - Número 1838 ~ Miércoles 10 de Octubre de 2012
Desde la ciudad de Córdoba (Argentina)
Mes del Rosario y de las Misiones
   

Alabado sea Jesucristo…
La crisis que agobia a la familia y al matrimonio no es una situación nueva. Las relaciones amorosas al igual que otras relaciones humanas, se han vuelto frágiles y conflictivas. Probablemente siempre lo han sido, solamente que ahora esa problemática se ventila de forma más transparente. Por otra parte, la capacidad de restringir el egoísmo parece estar a la baja en la sociedad actual.
La voluntad de autoafirmación y el deseo de subordinar a las personas a nuestras expectativas e intereses, explican algunas de las rupturas y fracasos en las relaciones interpersonales. La reflexión y la toma de decisiones a propósito de estas difíciles situaciones humanas, tiene que darse desde la búsqueda de la exigente voluntad de Dios, desde el respeto a la dignidad de cada persona y desde una reflexión auténticamente libre y generosa.
En una palabra, el discernimiento de la voluntad de Dios en relación al matrimonio demanda autocrítica, apertura y generosidad.
"La verdad católica"


La Palabra de Dios:
Evangelio de hoy


Sucedió que, estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación».
(Lc 11,1-4)

Comentario
Hoy vemos cómo uno de los discípulos le dice a Jesús: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos» (Lc 11,1). La respuesta de Jesús: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación» (Lc 11,2-4), puede ser resumida con una frase: la correcta disposición para la oración cristiana es la disposición de un niño delante de su padre.
Vemos enseguida que la oración, según Jesús, es un trato del tipo “padre-hijo”. Es decir, es un asunto familiar basado en una relación de familiaridad y amor. La imagen de Dios como padre nos habla de una relación basada en el afecto y en la intimidad, y no de poder y autoridad.
Rezar como cristianos supone ponernos en una situación donde vemos a Dios como padre y le hablamos como sus hijos: «Me has escrito: ‘Orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?’. —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!’» (San Josemaría).
Cuando los hijos hablan con sus padres se fijan en una cosa: transmitir en palabras y lenguaje corporal lo que sienten en el corazón. Llegamos a ser mejores mujeres y hombres de oración cuando nuestro trato con Dios se hace más íntimo, como el de un padre con su hijo. De eso nos dejó ejemplo Jesús mismo. Él es el camino.
Y, si acudes a la Virgen, maestra de oración, ¡qué fácil te será! De hecho, «la contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial (...). Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo» (Juan Pablo II).
Fr. Austin Chukwuemeka IHEKWEME (Ikenanzizi, Nigeria)


Santoral Católico:
Santo Tomás de Villanueva
Arzobispo


Este inmenso predicador que fue llamado por sus oyentes "el divino Tomás", nació en España en 1488 y su sobrenombre le vino de la ciudad donde se educó y creció. Sus padres no le dejaron riquezas materiales en herencia, pero sí una herencia mucho más importante: un profundo amor hacia Dios y una gran caridad hacia los demás.

Hizo sus estudios con gran éxito en la universidad de Alcalá y en 1516 pidió y obtuvo ser admitido en la comunidad de los padres agustinos, en Salamanca. En 1518 fue ordenado sacerdote y luego fue profesor de la universidad. Poseía una inteligencia excepcionalmente lúcida y un criterio muy práctico para dar opiniones sobre temas difíciles. Pero tuvo que ejercitarse continuamente para adquirir una buena memoria y luchar mucho para que las distracciones no le alejaran de los temas que quería tratar.

Sentía una predilección especial por atender a los enfermos y repetía que cada cama de enfermo es como la zarza ardiente de Moisés, en la cual se logra encontrar uno con Dios y hablar con Él, pero entre las espinas de incomodidad que lo rodean. Fue nombrado Provincial de su comunidad y en 1533 envió a América los primeros Padres Agustinos que llegaron a México.

Cierto día mientras predicaba fuertemente en Burgos contra el pecado, tomó en sus manos un crucifijo y levantándolo gritó "¡Pecadores, mírenlo!", y no pudo decir más, porque se quedó en éxtasis, y así estuvo un cuarto de hora, mirando hacia el cielo, contemplando lo sobrenatural. Al volver en sí, dijo a la multitud que estaba maravillada: "Perdonen hermanos por esta distracción. Trataré de enmendarme".

El emperador Carlos V le había ofrecido el cargo de arzobispo de Granada pero él nunca lo había aceptado. Entonces un día el emperador le dijo a su secretario: Escriba: "Arzobispo de Valencia, será el Padre...", y le dictó el nombre de otro sacerdote de otra comunidad. Cuando fue a firmar el decreto leyó que el secretario había escrito: "Arzobispo de Valencia, el Padre Tomás de Villanueva". "¡Pero este no fue el que yo le dicté!", dijo el emperador. "Perdone, señor" – le respondió el secretario. "Me pareció haberle oído ese nombre. Pero enseguida lo borraré". "No, no lo borre, dijo Carlos V, el otro era el que yo pensaba elegir. En cambio este es el que Dios quiere que sea elegido". Y mandó que lo llamaran para dar el nombramiento.

Al posesionarse de su cargo de Arzobispo, los sacerdotes de la ciudad le obsequiaron 4.000 monedas de plata que él donó para hospital diciendo: "los pobres necesitan esto más que yo. ¿Qué lujos y comodidades puede necesitar un sencillo fraile y religioso como soy yo?". Algunos lo criticaban porque usaba una sotana muy vieja y desteñida, y él respondía: "Lo importante es embellecer el alma que nunca se va a morir".

Lo que más le interesaba era transformar a sus sacerdotes. A los menos cumplidores se los ganaba de amigos y poco a poco a base de consejos y peticiones amables los hacía volverse mejores. A uno que no quería cambiar, lo llamó a su palacio y le dijo: "Yo soy el que tengo la culpa de que usted no quiera enmendarse. Porque no he hecho penitencias por su conversión, por eso no ha cambiado". Y quitándose la camisa empezó a darse fuetazos a sí mismo hasta derramar sangre. El otro se arrodilló llorando y le pidió perdón y desde ese día mejoró totalmente su conducta.

Dedicaba muchas horas a rezar y a meditar, pero su secretario tenía la orden de llamarlo tan pronto como alguna persona necesitara consultarle o pedirle algo. A su palacio arzobispal acudían cada día centenares de pobres a pedir ayuda, y nadie se iba sin recibir algún mercado o algún dinero. Especial cuidado tenía el prelado para ayudar a los niños huérfanos. Y en los once años de su arzobispado no quedó ninguna muchacha pobre de la ciudad que en el día de su matrimonio no recibiera un buen regalo del arzobispo. A quienes lo criticaban por dar demasiadas ayudas aun a vagos, les decía: "mi primer deber es no negar un favor a quien lo necesita, si en mi poder está el hacerlo. Si abusan de lo que reciben, ellos responderán ante Dios".

Algunos le decían que debía ser más fuerte y lanzar maldiciones contra los que vivían en unión libre. Él respondía: "Hago todo lo que me es posible por animarlos a que se pongan en paz con Dios y que no vivan más en pecado. Pero nunca quiero emplear métodos agresivos contra nadie". Si oía hablar de otro respondía: "Quizás lo que hizo fue malo, pero probablemente sus intenciones eran buenas".

En septiembre de 1555 sufrió una angina de pecho e inflamación de la garganta. Mandó repartir entre los pobres todo el dinero que había en su casa. Hizo que le celebraran la Santa Misa en su habitación, y exclamó: "Que bueno es Nuestro Señor: a cambio de que lo amemos en la tierra, nos regala su cielo para siempre". Y murió. Tenía 66 años.

Fuente: EWTN


La frase de hoy

“La puerta de la fe, que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida”
S.S. Benedicto XVI


Tema del día:
Cruzar el umbral de la fe


Carta del Cardenal Jorge Bergoglio 
por el comienzo del Año de la Fe,
 a los sacerdotes, consagrados y fieles laicos.

Queridos hermanos:

Entre las experiencias más fuertes de las últimas décadas está la de encontrar puertas cerradas. La creciente inseguridad fue llevando, poco a poco, a trabar puertas, poner medios de vigilancia, cámaras de seguridad, desconfiar del extraño que llama a nuestra puerta. Sin embargo, todavía en algunos pueblos hay puertas que están abiertas. La puerta cerrada es todo un símbolo de este hoy. Es algo más que un simple dato sociológico; es una realidad existencial que va marcando un estilo de vida, un modo de pararse frente a la realidad, frente a los otros, frente al futuro. La puerta cerrada de mi casa, que es el lugar de mi intimidad, de mis sueños, mis esperanzas y sufrimientos así como de mis alegrías, está cerrada para los otros. Y no se trata sólo de mi casa material, es también el recinto de mi vida, mi corazón. Son cada vez menos los que pueden atravesar ese umbral. La seguridad de unas puertas blindadas custodia la inseguridad de una vida que se hace más frágil y menos permeable a las riquezas de la vida y del amor de los demás.

La imagen de una puerta abierta ha sido siempre el símbolo de luz, amistad, alegría, libertad, confianza. ¡Cuánto necesitamos recuperarlas! La puerta cerrada nos daña, nos anquilosa, nos separa.

Iniciamos el Año de la fe y paradójicamente la imagen que propone el Papa es la de la puerta, una puerta que hay que cruzar para poder encontrar lo que tanto nos falta. La Iglesia, a través de la voz y el corazón de Pastor de Benedicto XVI, nos invita a cruzar el umbral, a dar un paso de decisión interna y libre: animarnos a entrar a una nueva vida.

La puerta de la fe nos remite a los Hechos de los Apóstoles: “Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe” (Hechos 14,27).  Dios siempre toma la iniciativa y no quiere que nadie quede excluido. Dios llama a la puerta de nuestros corazones: Mira, estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo (Ap. 3, 20). La fe es una gracia, un regalo de Dios. “La fe sólo crece y se fortalece creyendo; en un abandono continuo en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios”

Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida mientras avanzamos delante de tantas puertas que hoy en día se nos abren, muchas de ellas puertas falsas, puertas que invitan de manera muy atractiva pero mentirosa a tomar camino, que prometen una felicidad vacía, narcisista y con fecha de vencimiento; puertas que nos llevan a encrucijadas en las que, cualquiera sea la opción que sigamos, provocarán a corto o largo plazo angustia y desconcierto, puertas autorreferenciales que se agotan en sí mismas y sin garantía de futuro. Mientras las puertas de las casas están cerradas, las puertas de los shoppings están siempre abiertas. Se atraviesa la puerta de la fe, se cruza ese umbral, cuando la Palabra de Dios es anunciada y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Una gracia que lleva un nombre concreto, y ese nombre es Jesús. Jesús es la puerta.  (Juan 10:9)  “Él, y Él solo, es, y siempre será, la puerta. Nadie va al Padre sino por Él. (Jn. 14.6)” Si no hay Cristo, no hay camino a Dios. Como puerta nos abre el camino a Dios y como Buen Pastor es el Único que cuida de nosotros al costo de su propia vida.

Jesús es la puerta y llama a nuestra puerta para que lo dejemos atravesar el umbral de nuestra vida. No tengan miedo… abran de par en par las puertas a Cristo nos decía el Beato Juan Pablo II al inicio de su pontificado. Abrir las puertas del corazón como lo hicieron los discípulos de Emaús, pidiéndole que se quede con nosotros para que podamos traspasar las puertas de la fe y el mismo Señor nos lleve a comprender las razones por las que se cree, para después salir a anunciarlo. La fe supone decidirse a estar con el Señor para vivir con él y compartirlo con los hermanos.

Damos gracias a Dios por esta oportunidad de valorar nuestra vida de hijos de Dios, por este camino de fe que empezó en nuestra vida con las aguas del bautismo, el inagotable y fecundo rocío que nos hace hijos de Dios y miembros hermanos en la Iglesia. La meta, el destino o fin es el encuentro con Dios con quien ya hemos entrado en comunión y que quiere restaurarnos, purificarnos, elevarnos, santificarnos, y darnos la felicidad que anhela nuestro corazón.

Iniciar este año de la fe es una nueva  llamada a ahondar en nuestra vida esa fe recibida. Profesar la fe con la boca implica vivirla en el corazón y mostrarla con las obras: un testimonio y un compromiso público. El discípulo de Cristo, hijo de la Iglesia, no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. Desafío importante y fuerte para cada día, persuadidos de que el que comenzó en ustedes la buena obra la perfeccionará hasta el día, de  Jesucristo. (Fil.1:6) Mirando nuestra realidad, como discípulos misioneros, nos preguntamos: ¿a qué nos desafía cruzar el umbral de la fe?

Cruzar el umbral de la fe nos desafía a descubrir que si bien hoy parece que reina la muerte en sus variadas formas y que la historia se rige por la ley del más fuerte o astuto y si el odio y la ambición funcionan como motores de tantas luchas humanas, también estamos absolutamente convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, decididamente porque “si Dios está con nosotros ¿quién podrá contra nosotros? (Rom. 8:31,37)

Cruzar el umbral de la fe supone  no sentir vergüenza de tener un corazón de niño que, porque todavía cree en los imposibles, puede vivir en la esperanza: lo único capaz de dar sentido y transformar la historia. Es pedir sin cesar, orar sin desfallecer y adorar para que se nos transfigure la mirada.

Cruzar el umbral de la fe nos lleva a implorar para cada uno “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp. 2, 5) experimentando así una manera nueva de pensar, de comunicarnos, de mirarnos, de respetarnos, de estar en familia, de plantearnos el futuro, de vivir el amor, y la vocación.

Cruzar el umbral de la fe es actuar, confiar en la fuerza del Espíritu Santo presente en la Iglesia y que también se manifiesta en los signos de los tiempos, es acompañar el constante movimiento de la vida y de la historia sin caer en el derrotismo paralizante de que todo tiempo pasado fue mejor; es urgencia por pensar de nuevo, aportar de nuevo, crear de nuevo, amasando la vida con “la nueva levadura de la  justicia y la santidad”. (1 Cor 5:8)

Cruzar el umbral de la fe implica tener ojos de asombro y un corazón no perezosamente acostumbrado, capaz de reconocer que cada vez que una mujer da a luz se sigue apostando a la vida y al futuro, que cuando cuidamos la inocencia de los chicos garantizamos la verdad de un mañana y cuando mimamos la vida entregada de un anciano hacemos un acto de justicia y acariciamos nuestras raíces.

Cruzar el umbral de la fe es el trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la abnegación del que vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida, como si todo lo ya hecho fuera sólo un paso en el camino hacia el reino, plenitud de vida. Es la silenciosa espera después de la siembra cotidiana, contemplar el fruto recogido dando gracias al Señor porque es bueno y pidiendo que no abandone la obra de sus manos. (Sal 137)

Cruzar el umbral de la fe exige  luchar por la libertad y la convivencia aunque el entorno claudique, en la certeza de que el Señor nos pide practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con nuestro Dios. (Miqueas 6:8)

Cruzar el umbral de la fe entraña la permanente conversión de nuestras actitudes, los modos y los tonos con los que vivimos; reformular y no emparchar o barnizar, dar la nueva forma que imprime Jesucristo a aquello que es tocado por su mano y su evangelio de vida, animarnos a hacer algo inédito por la sociedad y por la Iglesia; porque “El que está en Cristo es una nueva criatura”. (2 Cor 5,17-21)

Cruzar el umbral de la fe nos lleva a  perdonar y saber arrancar una sonrisa, es acercarse a todo aquel que vive en la periferia existencial y llamarlo por su nombre, es cuidar las fragilidades de los más débiles y sostener sus rodillas vacilantes con la certeza de que lo que hacemos por el más pequeño de nuestros hermanos al mismo Jesús lo estamos haciendo. (Mt. 25, 40)

Cruzar el umbral de la fe supone celebrar la vida, dejarnos transformar porque nos hemos hecho uno con Jesús en la mesa de la eucaristía celebrada en comunidad, y de allí estar con  las manos y el corazón ocupados trabajando en el gran proyecto del Reino: todo lo demás nos será dado por añadidura. (Mt. 6.33)

Cruzar el umbral de la fe es vivir en el espíritu del Concilio y de Aparecida, Iglesia de puertas abiertas no sólo para recibir sino fundamentalmente para salir y llenar de evangelio la calle y la vida de los hombres de nuestros tiempo.

Cruzar el umbral de la fe para nuestra Iglesia Arquidiocesana, supone  sentirnos confirmados en la Misión de ser una Iglesia que vive, reza y trabaja en clave misionera.

Cruzar el umbral de la fe es, en definitiva, aceptar la novedad de la vida del Resucitado en nuestra pobre carne para hacerla signo de la vida nueva.

Meditando todas estas cosas miremos a María. Que Ella, la Virgen Madre, nos acompañe en este cruzar el umbral de la fe y traiga sobre nuestra Iglesia el Espíritu Santo, como en Nazaret, para que igual que ella adoremos al Señor y salgamos a anunciar las maravillas que ha hecho en nosotros.

Cardenal Jorge Bergoglio
Buenos Aires, Octubre de 2012


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Pensamientos sanadores


Sanando las raíces de la depresión

La depresión es un desorden interior signado por la tristeza constante, la incapacidad para realizar actividades, concentrarse y en definitiva, vivir y proyectar serenamente la propia vida.
Dios se acerca con una particular ternura, hasta quienes están deprimidos, pues comprende cuánto sufren y cómo quisieran salir con todas sus fuerzas de esa situación de parálisis interior.
A estas personas, que han perdido la capacidad de ver lo hermoso de sí mismos y de la vida, Dios las está invitando a que se dejen tocar por él, de manera que arrojen la basura emocional en el saco o bolsa que el Señor lleva entre sus manos, que pongan allí todos los recuerdos dolorosos del pasado y los miedos del presente y del futuro. De este modo, notarán que al sacarse el peso que llevan, podrán volver a sonreír.

Él llenará otra vez tu boca de risas y tus labios de aclamaciones jubilosas. Job 8, 21.


"Intimidad Divina"

Bienaventurados los misericordiosos

“Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7). Jesús no se contentó con anunciar esta bienaventuranza, sino que enseñó también el camino para alcanzarla: modelarse según la misericordia de Dios. “Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre” (Lc 6, 36). Dios, amor infinito,  cuando quiere llegar a sus criaturas no puede hacerlo sino inclinándose hasta su nada con un acto de misericordia infinita. Por misericordia sacó al hombre de la nada y lo honró tanto que lo hizo a su imagen y semejanza; luego, cuando el hombre le traicionó, su misericordia acudió a buscarlo en el abismo del pecado; “con amor eterno te he compadecido” (Is 54, 8) y para redimirlo ha rebasado todo límite llegando a sacrificar por él a su Unigénito. La consideración de la misericordia divina tiene el poder de derretir la dureza del corazón humano, sus intransigencias y asperezas, y de suavizarlo hasta una actitud llena de bondad con los hermanos aun culpables o deudores suyos.

El gran premio prometido a los misericordiosos es alcanzar misericordia, que es como decir asegurar su salvación eterna. Con todo no es raro que el hombre experimente dificultad para usar de misericordia por los otros; esto puede depender de que es demasiado poco consciente de su indigencia personal y por lo tanto de la inmensa necesidad que tiene cada uno de la misericordia divina. En la presencia de Dios, todo, hasta los santos, son siempre grandes deudores y pobres indigentes; nadie, exceptuada la Santísima Virgen, puede decir que ha sido siempre fiel a la gracia y al amor, nadie puede decir que no ha ofendido a Dios, al menos venialmente. Profundamente convencidos de ello, los santos han experimentado una necesidad inmensa de la misericordia de Dios.

El reconocimiento de la misericordia personal nos hace comprensivos e indulgentes con las debilidades de los otros. Sentirse profundamente necesitado de la misericordia de Dios, hace al hombre espontáneamente misericordioso con los hermanos. Entones el cristiano no encuentra duro el perdonar, sino que experimenta el gozo de saber perdonar; entonces va en busca de los que habiéndole ofendido, tienen mayor derecho a su misericordia y le dan ocasión de imitar la misericordia del Padre celestial. “No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma misericordia, adonde conoce lo que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad” (C 36, 12). Se disipan así todas las tentaciones de juzgar y de condenar al prójimo, y el cristiano se hace, como Jesús, dispensador de misericordia, de perdón y de indulgencia.

Acudo a ti, Señor Jesús, movido por tu bondad, porque sé que no desprecias a los pobres ni tienes horror de los pecadores. Tú no rechazaste al ladrón que confesaba su pecado, ni a la pecadora deshecha en lágrimas, ni a la cananea suplicante, ni a la mujer sorprendida en flagrante adulterio y ni siquiera al alcabalero sentado a su banca; no rechazaste al publicano que imploraba misericordia ni al apóstol que te negaba, ni al perseguidor de tus discípulos, ni siquiera a tus crucificadores. El perfume de tus gracias me atrae… Haz, Señor, que a este perfume se reanime mi corazón, atormentado largo tiempo por el hedor de mis pecados, para que abunde en estos perfumes no menos suaves que saludables… Haz Señor, que tenga yo el corazón lleno de compasión para los miserables, que sea inclinado a compadecer y pronto a socorrer, y que me tenga por más dichoso dando que recibiendo. Haz que sea fácil en perdonar y sepa resistir a la cólera, que jamás ceda a la venganza y en todas las cosas considere las necesidades de los otros como mías. Que mi alma se impregne del rocío de tu misericordia y mi corazón rebose de piedad, de modo que sepa hacerme todo a todos… y esté tan muerto a mí mismo que no viva sino para el bien de los demás. (San Bernardo)

P. Gabriel de Sta. M. Magdalena O.C.D.
Jardinero de Dios
-el más pequeñito de todos-
.

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