PEQUEÑAS SEMILLITAS
Año 7 - Número 1838 ~
Miércoles 10 de Octubre de 2012
Desde la ciudad de Córdoba
(Argentina)
Mes del Rosario y de las
Misiones
Alabado sea
Jesucristo…
La crisis que agobia a la familia y al matrimonio no es
una situación nueva. Las relaciones amorosas al igual que otras relaciones
humanas, se han vuelto frágiles y conflictivas. Probablemente siempre lo han
sido, solamente que ahora esa problemática se ventila de forma más
transparente. Por otra parte, la capacidad de restringir el egoísmo parece
estar a la baja en la sociedad actual.
La voluntad de autoafirmación y el deseo de subordinar a
las personas a nuestras expectativas e intereses, explican algunas de las
rupturas y fracasos en las relaciones interpersonales. La reflexión y la toma
de decisiones a propósito de estas difíciles situaciones humanas, tiene que
darse desde la búsqueda de la exigente voluntad de Dios, desde el respeto a la
dignidad de cada persona y desde una reflexión auténticamente libre y generosa.
En una palabra, el discernimiento de la voluntad de Dios
en relación al matrimonio demanda autocrítica, apertura y generosidad.
"La verdad católica"
La Palabra de Dios:
Evangelio de hoy
Sucedió que, estando Jesús orando en cierto lugar, cuando
terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó
Juan a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado
sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y
perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que
nos debe, y no nos dejes caer en tentación».
(Lc 11,1-4)
Comentario
Hoy vemos cómo uno de los discípulos le dice a Jesús:
«Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos» (Lc 11,1). La
respuesta de Jesús: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros
pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos
dejes caer en tentación» (Lc 11,2-4), puede ser resumida con una frase: la
correcta disposición para la oración cristiana es la disposición de un niño
delante de su padre.
Vemos enseguida que la oración, según Jesús, es un trato
del tipo “padre-hijo”. Es decir, es un asunto familiar basado en una relación
de familiaridad y amor. La imagen de Dios como padre nos habla de una relación
basada en el afecto y en la intimidad, y no de poder y autoridad.
Rezar como cristianos supone ponernos en una situación
donde vemos a Dios como padre y le hablamos como sus hijos: «Me has escrito:
‘Orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?’. —¿De qué? De Él, de ti: alegrías,
tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias...,
¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos
palabras: conocerle y conocerte: ¡tratarse!’» (San Josemaría).
Cuando los hijos hablan con sus padres se fijan en una
cosa: transmitir en palabras y lenguaje corporal lo que sienten en el corazón.
Llegamos a ser mejores mujeres y hombres de oración cuando nuestro trato con
Dios se hace más íntimo, como el de un padre con su hijo. De eso nos dejó
ejemplo Jesús mismo. Él es el camino.
Y, si acudes a la Virgen, maestra de oración, ¡qué fácil
te será! De hecho, «la contemplación de Cristo tiene en María su modelo
insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial (...). Nadie
se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de
Cristo» (Juan Pablo II).
Fr. Austin
Chukwuemeka IHEKWEME (Ikenanzizi, Nigeria)
Santoral Católico:
Santo Tomás de Villanueva
Arzobispo
Este inmenso predicador que fue llamado por sus oyentes
"el divino Tomás", nació en España en 1488 y su sobrenombre le vino
de la ciudad donde se educó y creció. Sus padres no le dejaron riquezas
materiales en herencia, pero sí una herencia mucho más importante: un profundo
amor hacia Dios y una gran caridad hacia los demás.
Hizo sus estudios con gran éxito en la universidad de
Alcalá y en 1516 pidió y obtuvo ser admitido en la comunidad de los padres
agustinos, en Salamanca. En 1518 fue ordenado sacerdote y luego fue profesor de
la universidad. Poseía una inteligencia excepcionalmente lúcida y un criterio
muy práctico para dar opiniones sobre temas difíciles. Pero tuvo que
ejercitarse continuamente para adquirir una buena memoria y luchar mucho para
que las distracciones no le alejaran de los temas que quería tratar.
Sentía una predilección especial por atender a los
enfermos y repetía que cada cama de enfermo es como la zarza ardiente de
Moisés, en la cual se logra encontrar uno con Dios y hablar con Él, pero entre
las espinas de incomodidad que lo rodean. Fue nombrado Provincial de su
comunidad y en 1533 envió a América los primeros Padres Agustinos que llegaron
a México.
Cierto día mientras predicaba fuertemente en Burgos
contra el pecado, tomó en sus manos un crucifijo y levantándolo gritó
"¡Pecadores, mírenlo!", y no pudo decir más, porque se quedó en
éxtasis, y así estuvo un cuarto de hora, mirando hacia el cielo, contemplando
lo sobrenatural. Al volver en sí, dijo a la multitud que estaba maravillada:
"Perdonen hermanos por esta distracción. Trataré de enmendarme".
El emperador Carlos V le había ofrecido el cargo de
arzobispo de Granada pero él nunca lo había aceptado. Entonces un día el
emperador le dijo a su secretario: Escriba: "Arzobispo de Valencia, será
el Padre...", y le dictó el nombre de otro sacerdote de otra comunidad.
Cuando fue a firmar el decreto leyó que el secretario había escrito:
"Arzobispo de Valencia, el Padre Tomás de Villanueva". "¡Pero
este no fue el que yo le dicté!", dijo el emperador. "Perdone,
señor" – le respondió el secretario. "Me pareció haberle oído ese
nombre. Pero enseguida lo borraré". "No, no lo borre, dijo Carlos V,
el otro era el que yo pensaba elegir. En cambio este es el que Dios quiere que
sea elegido". Y mandó que lo llamaran para dar el nombramiento.
Al posesionarse de su cargo de Arzobispo, los sacerdotes
de la ciudad le obsequiaron 4.000 monedas de plata que él donó para hospital
diciendo: "los pobres necesitan esto más que yo. ¿Qué lujos y comodidades
puede necesitar un sencillo fraile y religioso como soy yo?". Algunos lo
criticaban porque usaba una sotana muy vieja y desteñida, y él respondía:
"Lo importante es embellecer el alma que nunca se va a morir".
Lo que más le interesaba era transformar a sus
sacerdotes. A los menos cumplidores se los ganaba de amigos y poco a poco a
base de consejos y peticiones amables los hacía volverse mejores. A uno que no
quería cambiar, lo llamó a su palacio y le dijo: "Yo soy el que tengo la
culpa de que usted no quiera enmendarse. Porque no he hecho penitencias por su
conversión, por eso no ha cambiado". Y quitándose la camisa empezó a darse
fuetazos a sí mismo hasta derramar sangre. El otro se arrodilló llorando y le
pidió perdón y desde ese día mejoró totalmente su conducta.
Dedicaba muchas horas a rezar y a meditar, pero su
secretario tenía la orden de llamarlo tan pronto como alguna persona necesitara
consultarle o pedirle algo. A su palacio arzobispal acudían cada día centenares
de pobres a pedir ayuda, y nadie se iba sin recibir algún mercado o algún
dinero. Especial cuidado tenía el prelado para ayudar a los niños huérfanos. Y
en los once años de su arzobispado no quedó ninguna muchacha pobre de la ciudad
que en el día de su matrimonio no recibiera un buen regalo del arzobispo. A
quienes lo criticaban por dar demasiadas ayudas aun a vagos, les decía:
"mi primer deber es no negar un favor a quien lo necesita, si en mi poder
está el hacerlo. Si abusan de lo que reciben, ellos responderán ante
Dios".
Algunos le decían que debía ser más fuerte y lanzar
maldiciones contra los que vivían en unión libre. Él respondía: "Hago todo
lo que me es posible por animarlos a que se pongan en paz con Dios y que no
vivan más en pecado. Pero nunca quiero emplear métodos agresivos contra
nadie". Si oía hablar de otro respondía: "Quizás lo que hizo fue
malo, pero probablemente sus intenciones eran buenas".
En septiembre de 1555 sufrió una angina de pecho e
inflamación de la garganta. Mandó repartir entre los pobres todo el dinero que
había en su casa. Hizo que le celebraran la Santa Misa en su habitación, y
exclamó: "Que bueno es Nuestro Señor: a cambio de que lo amemos en la
tierra, nos regala su cielo para siempre". Y murió. Tenía 66 años.
Fuente: EWTN
La frase de hoy
“La puerta de la fe, que introduce en la vida de comunión
con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para
nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón
se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone
emprender un camino que dura toda la vida”
S.S. Benedicto XVI
Tema del día:
Cruzar el umbral de la fe
Carta del Cardenal Jorge Bergoglio
por el comienzo del Año de
la Fe,
a los sacerdotes, consagrados y fieles laicos.
Queridos hermanos:
Entre las experiencias más fuertes de las últimas décadas
está la de encontrar puertas cerradas. La creciente inseguridad fue llevando,
poco a poco, a trabar puertas, poner medios de vigilancia, cámaras de
seguridad, desconfiar del extraño que llama a nuestra puerta. Sin embargo,
todavía en algunos pueblos hay puertas que están abiertas. La puerta cerrada es
todo un símbolo de este hoy. Es algo más que un simple dato sociológico; es una
realidad existencial que va marcando un estilo de vida, un modo de pararse
frente a la realidad, frente a los otros, frente al futuro. La puerta cerrada
de mi casa, que es el lugar de mi intimidad, de mis sueños, mis esperanzas y
sufrimientos así como de mis alegrías, está cerrada para los otros. Y no se
trata sólo de mi casa material, es también el recinto de mi vida, mi corazón.
Son cada vez menos los que pueden atravesar ese umbral. La seguridad de unas
puertas blindadas custodia la inseguridad de una vida que se hace más frágil y
menos permeable a las riquezas de la vida y del amor de los demás.
La imagen de una puerta abierta ha sido siempre el
símbolo de luz, amistad, alegría, libertad, confianza. ¡Cuánto necesitamos
recuperarlas! La puerta cerrada nos daña, nos anquilosa, nos separa.
Iniciamos el Año de la fe y paradójicamente la imagen que
propone el Papa es la de la puerta, una puerta que hay que cruzar para poder
encontrar lo que tanto nos falta. La Iglesia, a través de la voz y el corazón
de Pastor de Benedicto XVI, nos invita a cruzar el umbral, a dar un paso de
decisión interna y libre: animarnos a entrar a una nueva vida.
La puerta de la fe nos remite a los Hechos de los
Apóstoles: “Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había
hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la
fe” (Hechos 14,27). Dios siempre toma la
iniciativa y no quiere que nadie quede excluido. Dios llama a la puerta de
nuestros corazones: Mira, estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y
abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo (Ap. 3, 20). La
fe es una gracia, un regalo de Dios. “La fe sólo crece y se fortalece creyendo;
en un abandono continuo en las manos de un amor que se experimenta siempre como
más grande porque tiene su origen en Dios”
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura
toda la vida mientras avanzamos delante de tantas puertas que hoy en día se nos
abren, muchas de ellas puertas falsas, puertas que invitan de manera muy
atractiva pero mentirosa a tomar camino, que prometen una felicidad vacía,
narcisista y con fecha de vencimiento; puertas que nos llevan a encrucijadas en
las que, cualquiera sea la opción que sigamos, provocarán a corto o largo plazo
angustia y desconcierto, puertas autorreferenciales que se agotan en sí mismas
y sin garantía de futuro. Mientras las puertas de las casas están cerradas, las
puertas de los shoppings están siempre abiertas. Se atraviesa la puerta de la
fe, se cruza ese umbral, cuando la Palabra de Dios es anunciada y el corazón se
deja plasmar por la gracia que transforma. Una gracia que lleva un nombre
concreto, y ese nombre es Jesús. Jesús es la puerta. (Juan 10:9)
“Él, y Él solo, es, y siempre será, la puerta. Nadie va al Padre sino
por Él. (Jn. 14.6)” Si no hay Cristo, no hay camino a Dios. Como puerta nos
abre el camino a Dios y como Buen Pastor es el Único que cuida de nosotros al
costo de su propia vida.
Jesús es la puerta y llama a nuestra puerta para que lo
dejemos atravesar el umbral de nuestra vida. No tengan miedo… abran de par en
par las puertas a Cristo nos decía el Beato Juan Pablo II al inicio de su
pontificado. Abrir las puertas del corazón como lo hicieron los discípulos de
Emaús, pidiéndole que se quede con nosotros para que podamos traspasar las
puertas de la fe y el mismo Señor nos lleve a comprender las razones por las
que se cree, para después salir a anunciarlo. La fe supone decidirse a estar
con el Señor para vivir con él y compartirlo con los hermanos.
Damos gracias a Dios por esta oportunidad de valorar
nuestra vida de hijos de Dios, por este camino de fe que empezó en nuestra vida
con las aguas del bautismo, el inagotable y fecundo rocío que nos hace hijos de
Dios y miembros hermanos en la Iglesia. La meta, el destino o fin es el
encuentro con Dios con quien ya hemos entrado en comunión y que quiere
restaurarnos, purificarnos, elevarnos, santificarnos, y darnos la felicidad que
anhela nuestro corazón.
Iniciar este año de la fe es una nueva llamada a ahondar en nuestra vida esa fe
recibida. Profesar la fe con la boca implica vivirla en el corazón y mostrarla
con las obras: un testimonio y un compromiso público. El discípulo de Cristo, hijo
de la Iglesia, no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. Desafío
importante y fuerte para cada día, persuadidos de que el que comenzó en ustedes
la buena obra la perfeccionará hasta el día, de
Jesucristo. (Fil.1:6) Mirando nuestra realidad, como discípulos
misioneros, nos preguntamos: ¿a qué nos desafía cruzar el umbral de la fe?
Cruzar el umbral
de la fe nos desafía a descubrir que si bien hoy parece que reina la muerte
en sus variadas formas y que la historia se rige por la ley del más fuerte o
astuto y si el odio y la ambición funcionan como motores de tantas luchas
humanas, también estamos absolutamente convencidos de que esa triste realidad
puede cambiar y debe cambiar, decididamente porque “si Dios está con nosotros
¿quién podrá contra nosotros? (Rom. 8:31,37)
Cruzar el umbral
de la fe supone no sentir vergüenza
de tener un corazón de niño que, porque todavía cree en los imposibles, puede
vivir en la esperanza: lo único capaz de dar sentido y transformar la historia.
Es pedir sin cesar, orar sin desfallecer y adorar para que se nos transfigure
la mirada.
Cruzar el umbral
de la fe nos lleva a implorar para cada uno “los mismos sentimientos de
Cristo Jesús” (Flp. 2, 5) experimentando así una manera nueva de pensar, de
comunicarnos, de mirarnos, de respetarnos, de estar en familia, de plantearnos
el futuro, de vivir el amor, y la vocación.
Cruzar el umbral
de la fe es actuar, confiar en la fuerza del Espíritu Santo presente en la
Iglesia y que también se manifiesta en los signos de los tiempos, es acompañar
el constante movimiento de la vida y de la historia sin caer en el derrotismo
paralizante de que todo tiempo pasado fue mejor; es urgencia por pensar de
nuevo, aportar de nuevo, crear de nuevo, amasando la vida con “la nueva
levadura de la justicia y la santidad”.
(1 Cor 5:8)
Cruzar el umbral
de la fe implica tener ojos de asombro y un corazón no perezosamente
acostumbrado, capaz de reconocer que cada vez que una mujer da a luz se sigue
apostando a la vida y al futuro, que cuando cuidamos la inocencia de los chicos
garantizamos la verdad de un mañana y cuando mimamos la vida entregada de un
anciano hacemos un acto de justicia y acariciamos nuestras raíces.
Cruzar el umbral
de la fe es el trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la
abnegación del que vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida,
como si todo lo ya hecho fuera sólo un paso en el camino hacia el reino,
plenitud de vida. Es la silenciosa espera después de la siembra cotidiana,
contemplar el fruto recogido dando gracias al Señor porque es bueno y pidiendo
que no abandone la obra de sus manos. (Sal 137)
Cruzar el umbral
de la fe exige luchar por la
libertad y la convivencia aunque el entorno claudique, en la certeza de que el
Señor nos pide practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con
nuestro Dios. (Miqueas 6:8)
Cruzar el umbral
de la fe entraña la permanente conversión de nuestras actitudes, los modos
y los tonos con los que vivimos; reformular y no emparchar o barnizar, dar la
nueva forma que imprime Jesucristo a aquello que es tocado por su mano y su
evangelio de vida, animarnos a hacer algo inédito por la sociedad y por la
Iglesia; porque “El que está en Cristo es una nueva criatura”. (2 Cor 5,17-21)
Cruzar el umbral
de la fe nos lleva a perdonar y
saber arrancar una sonrisa, es acercarse a todo aquel que vive en la periferia
existencial y llamarlo por su nombre, es cuidar las fragilidades de los más
débiles y sostener sus rodillas vacilantes con la certeza de que lo que hacemos
por el más pequeño de nuestros hermanos al mismo Jesús lo estamos haciendo.
(Mt. 25, 40)
Cruzar el umbral
de la fe supone celebrar la vida, dejarnos transformar porque nos hemos
hecho uno con Jesús en la mesa de la eucaristía celebrada en comunidad, y de
allí estar con las manos y el corazón
ocupados trabajando en el gran proyecto del Reino: todo lo demás nos será dado
por añadidura. (Mt. 6.33)
Cruzar el umbral
de la fe es vivir en el espíritu del Concilio y de Aparecida, Iglesia de
puertas abiertas no sólo para recibir sino fundamentalmente para salir y llenar
de evangelio la calle y la vida de los hombres de nuestros tiempo.
Cruzar el umbral
de la fe para nuestra Iglesia Arquidiocesana, supone sentirnos confirmados en la Misión de ser una
Iglesia que vive, reza y trabaja en clave misionera.
Cruzar el umbral
de la fe es, en definitiva, aceptar la novedad de la vida del Resucitado en
nuestra pobre carne para hacerla signo de la vida nueva.
Meditando todas estas cosas miremos a María. Que Ella, la
Virgen Madre, nos acompañe en este cruzar el umbral de la fe y traiga sobre
nuestra Iglesia el Espíritu Santo, como en Nazaret, para que igual que ella
adoremos al Señor y salgamos a anunciar las maravillas que ha hecho en
nosotros.
Cardenal Jorge Bergoglio
Buenos Aires, Octubre de 2012
Nuevo video
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Para verlo tienes que ir al final de la página.
Pensamientos sanadores
Sanando las raíces de la depresión
La depresión es un desorden interior signado por la
tristeza constante, la incapacidad para realizar actividades, concentrarse y en
definitiva, vivir y proyectar serenamente la propia vida.
Dios se acerca con una particular ternura, hasta quienes
están deprimidos, pues comprende cuánto sufren y cómo quisieran salir con todas
sus fuerzas de esa situación de parálisis interior.
A estas personas, que han perdido la capacidad de ver lo
hermoso de sí mismos y de la vida, Dios las está invitando a que se dejen tocar
por él, de manera que arrojen la basura emocional en el saco o bolsa que el
Señor lleva entre sus manos, que pongan allí todos los recuerdos dolorosos del
pasado y los miedos del presente y del futuro. De este modo, notarán que al
sacarse el peso que llevan, podrán volver a sonreír.
Él llenará otra vez
tu boca de risas y tus labios de aclamaciones jubilosas. Job 8, 21.
"Intimidad Divina"
Bienaventurados los misericordiosos
“Bienaventurados los misericordiosos porque ellos
alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7). Jesús no se contentó con anunciar esta
bienaventuranza, sino que enseñó también el camino para alcanzarla: modelarse
según la misericordia de Dios. “Sed misericordiosos como es misericordioso
vuestro Padre” (Lc 6, 36). Dios, amor infinito,
cuando quiere llegar a sus criaturas no puede hacerlo sino inclinándose
hasta su nada con un acto de misericordia infinita. Por misericordia sacó al
hombre de la nada y lo honró tanto que lo hizo a su imagen y semejanza; luego,
cuando el hombre le traicionó, su misericordia acudió a buscarlo en el abismo
del pecado; “con amor eterno te he compadecido” (Is 54, 8) y para redimirlo ha
rebasado todo límite llegando a sacrificar por él a su Unigénito. La
consideración de la misericordia divina tiene el poder de derretir la dureza
del corazón humano, sus intransigencias y asperezas, y de suavizarlo hasta una
actitud llena de bondad con los hermanos aun culpables o deudores suyos.
El gran premio prometido a los misericordiosos es
alcanzar misericordia, que es como decir asegurar su salvación eterna. Con todo
no es raro que el hombre experimente dificultad para usar de misericordia por
los otros; esto puede depender de que es demasiado poco consciente de su
indigencia personal y por lo tanto de la inmensa necesidad que tiene cada uno
de la misericordia divina. En la presencia de Dios, todo, hasta los santos, son
siempre grandes deudores y pobres indigentes; nadie, exceptuada la Santísima
Virgen, puede decir que ha sido siempre fiel a la gracia y al amor, nadie puede
decir que no ha ofendido a Dios, al menos venialmente. Profundamente
convencidos de ello, los santos han experimentado una necesidad inmensa de la
misericordia de Dios.
El reconocimiento de la misericordia personal nos hace
comprensivos e indulgentes con las debilidades de los otros. Sentirse
profundamente necesitado de la misericordia de Dios, hace al hombre
espontáneamente misericordioso con los hermanos. Entones el cristiano no
encuentra duro el perdonar, sino que experimenta el gozo de saber perdonar;
entonces va en busca de los que habiéndole ofendido, tienen mayor derecho a su
misericordia y le dan ocasión de imitar la misericordia del Padre celestial.
“No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma misericordia,
adonde conoce lo que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar
luego con toda facilidad” (C 36, 12). Se disipan así todas las tentaciones de
juzgar y de condenar al prójimo, y el cristiano se hace, como Jesús,
dispensador de misericordia, de perdón y de indulgencia.
Acudo a ti, Señor
Jesús, movido por tu bondad, porque sé que no desprecias a los pobres ni tienes
horror de los pecadores. Tú no rechazaste al ladrón que confesaba su pecado, ni
a la pecadora deshecha en lágrimas, ni a la cananea suplicante, ni a la mujer
sorprendida en flagrante adulterio y ni siquiera al alcabalero sentado a su
banca; no rechazaste al publicano que imploraba misericordia ni al apóstol que
te negaba, ni al perseguidor de tus discípulos, ni siquiera a tus
crucificadores. El perfume de tus gracias me atrae… Haz, Señor, que a este
perfume se reanime mi corazón, atormentado largo tiempo por el hedor de mis
pecados, para que abunde en estos perfumes no menos suaves que saludables… Haz
Señor, que tenga yo el corazón lleno de compasión para los miserables, que sea
inclinado a compadecer y pronto a socorrer, y que me tenga por más dichoso
dando que recibiendo. Haz que sea fácil en perdonar y sepa resistir a la
cólera, que jamás ceda a la venganza y en todas las cosas considere las necesidades
de los otros como mías. Que mi alma se impregne del rocío de tu misericordia y
mi corazón rebose de piedad, de modo que sepa hacerme todo a todos… y esté tan
muerto a mí mismo que no viva sino para el bien de los demás. (San Bernardo)
P. Gabriel de Sta. M. Magdalena O.C.D.
Jardinero de Dios
-el más pequeñito de todos-
.
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