PEQUEÑAS
SEMILLITAS
Año
11 - Número 3058 ~ Lunes 4 de Julio de 2016
Desde
la ciudad de Córdoba (Argentina)
Alabado sea Jesucristo…
La
Iglesia necesita nuevas y fuertes vocaciones religiosas. A través de esta anécdota
veamos lo que puede el llamado del Señor:
Para
seguir su vocación san Alfonso María de Ligorio, que había sido un precoz y
brillante abogado, tuvo que sostener una fuerte lucha con su padre, que había
puesto en él toda la esperanza del futuro de su familia. «Alfonso mío —le decía
llorando—, ¿cómo vas a dejar tu familia?».
Finalmente,
en 1726, a los treinta años, se ordena sacerdote y desde entonces se dedica a
las gentes de los barrios más pobres de Nápoles y de otras ciudades. Reúne a
los niños y a la gente humilde y les enseña catecismo al aire libre. Su padre,
que gozaba oyendo sus discursos de abogado, ahora no quiere ir a escuchar sus
sencillos sermones sacerdotales. Pero un día entra por curiosidad a escuchar
una de sus pláticas y queda emocionado: «Este hijo mío me ha hecho conocer a
Dios».
Con
el tiempo, en 1752, funda la Congregación los Padres Redentoristas, que se
dedican a recorrer ciudades, pueblos y campos predicando el Evangelio. Al
morir, en 1787, dejó escritos más de cien libros, que se han traducido a todas
las lenguas, y hoy es considerado como uno de los grandes santos, Doctor de la
Iglesia, y su congregación está extendida por todo el mundo.
No
fue una vida desperdiciada. Lo habría sido si no hubiera escuchado los llamados
de Dios
¡Buenos días!
Un niño y su barquito
A
veces ocurren cosas en nuestra vida que parecen desagradables y sin sentido ni
plan; pero, si esperamos un poco, nos daremos cuenta de que cada prueba, cada
tribulación, es como una piedra arrojada sobre las quietas aguas de nuestra
vida, y nos acercan más a Dios...
Un niño se hizo un barquito de madera y fue a probarlo
en el lago, pero el botecito, impulsado por una brisa, se fue alejando. Apenado
corrió a pedirle ayuda a un muchacho mayor que leía tranquilamente. Sin decir
nada el joven empezó a recoger piedras y arrojarlas, al parecer en contra del
barquito. El pequeño afligido pensó que perdería el bote y que el grandote se
estaba burlando de él. Pero luego se dio cuenta que las piedras iban siempre un
poco más allá del barquito. Esto generaba una pequeña ola que hacía retroceder
el barco hasta la orilla. Cada piedra estaba certeramente calculada y así, por
fin el juguete fue traído al alcance del niñito, que, contento y agradecido,
volvió a tener en sus manos su pequeño tesoro.
Busca
siempre la faz luminosa y positiva de todos los obstáculos y reveses que te
presente cada día. No olvides que puedes desarrollar la escondida sabiduría de
convertir un menos en más, un fracaso en victoria y una cruz en resurrección y
vida. Que pases un día muy apacible. Hasta mañana.
* Enviado por el P. Natalio
La Palabra de Dios:
Evangelio de hoy
Texto del Evangelio:
En
aquel tiempo, Jesús les estaba hablando, cuando se acercó un magistrado y se
postró ante Él diciendo: «Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre
ella y vivirá». Jesús se levantó y le siguió junto con sus discípulos. En esto,
una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por
detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: «Con sólo tocar su
manto, me salvaré». Jesús se volvió, y al verla le dijo: «¡Ánimo!, hija, tu fe
te ha salvado». Y se salvó la mujer desde aquel momento.
Al
llegar Jesús a casa del magistrado y ver a los flautistas y la gente
alborotando, decía: «¡Retiraos! La muchacha no ha muerto; está dormida». Y se
burlaban de Él. Mas, echada fuera la gente, entró Él, la tomó de la mano, y la
muchacha se levantó. Y la noticia del suceso se divulgó por toda aquella
comarca. (Mt
9,18-26)
Comentario:
Hoy,
la liturgia de la Palabra nos invita a admirar dos magníficas manifestaciones
de fe. Tan magníficas que merecieron conmover el corazón de Jesucristo y provocar
—inmediatamente— su respuesta. ¡El Señor no se deja ganar en generosidad!
«Mi
hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá» (Mt 9,18).
Casi podríamos decir que con fe firme “obligamos” a Dios. A Él le gusta esta
especie de obligación. El otro testimonio de fe del Evangelio de hoy también es
impresionante: «Con sólo tocar su manto, me salvaré» (Mt 9,22).
Se
podría afirmar que Dios, incluso, se deja “manipular” de buen grado por nuestra
buena fe. Lo que no admite es que le tentemos por desconfianza. Éste fue el
caso de Zacarías, quien pidió una prueba al arcángel Gabriel: «Zacarías dijo al
ángel: ‘¿En qué lo conoceré?’» (Lc 1,18). El Arcángel no se arredró ni un pelo:
«Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios (...). Mira, te vas a quedar mudo
y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste
crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» (Lc 1,19-20). Y
así fue.
Es
Él mismo quien quiere “obligarse” y “atarse” con nuestra fe: «Yo os digo: Pedid
y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). Él es
nuestro Padre y no quiere negar nada de lo que conviene a sus hijos.
Pero
es necesario manifestarle confiadamente nuestras peticiones; la confianza y
connaturalizar con Dios requieren trato: para confiar en alguien le hemos de
conocer; y para conocerle hay que tratarle. Así, «la fe hace brotar la oración,
y la oración —en cuanto brota— alcanza la firmeza de la fe» (San Agustín). No
olvidemos la alabanza que mereció Santa María: «¡Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45).
* Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del
Vallès, Barcelona, España)
Santoral Católico:
Santa Isabel de Portugal
Reina y Terciaria Franciscana
Hija
de Pedro III de Aragón y de Constanza de Sicilia, nació hacia 1270 en Zaragoza
o en Barcelona; era nieta de Jaime I el Conquistador y sobrina de santa Isabel
de Hungría, que le sirvió de modelo. Muy joven fue dada en matrimonio al rey de
Portugal, don Dionís, del que tuvo dos hijos. Fortalecida con la oración y la
práctica de las obras de misericordia, soportó con paciencia y humildad las
infidelidades de su esposo y las tribulaciones provenientes, sobre todo, de los
enfrentamientos entre sus familiares. Al morir su marido, a quien atendió
personalmente con todo cariño en su última enfermedad, distribuyó sus bienes
entre los pobres y quiso retirarse a un convento de clarisas; no pudo hacerlo
por los problemas familiares y tomó el hábito de la Orden Tercera de San
Francisco. Murió en Estremoz el 4 de julio de 1336, cuando viajaba tratando de
establecer la paz entre su hijo y su nieto, reyes de Portugal y de Castilla
respectivamente.
Oración: Oh Dios, que creas la paz y amas la caridad,
tú que otorgaste a santa Isabel de Portugal la gracia de conciliar a los
hombres enfrentados, muévenos, por su intercesión, a poner nuestros esfuerzos
al servicio de la paz, para que merezcamos llamarnos hijos tuyos. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
© Directorio Franciscano
La frase de hoy
“Existe
un vínculo estrecho entre la santidad y el sacramento de la reconciliación. La
conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y
renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se traduce en una verdadera
fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción
gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado;
abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha
dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y
por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio.”
-Benedicto XVI-
Tema del día:
16 excusas para no confesarse
(Respondidas)
Muchas
veces por temor, vergüenza o por influencias del mundo que nos dice que no
necesitamos a Dios, dejamos pasar o tratamos de no darle importancia a un
sacramento tan bello y lleno de misericordia como es el de la Reconciliación.
Este sacramento nos abre las puertas a ser partícipes del banquete de la
Eucaristía y revestirnos de la santidad y gracia que Dios nos regala.
Les
dejamos esta galería para que saquemos de nuestra vida estas excusas, vayamos
corriendo al encuentro del Señor y ayudemos a otros a hacerlo.
1. Me da vergüenza que me miren en la fila de la
confesión:
«Incluso
la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque avergonzarse
es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es
un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque nos hace
humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en
nombre de Dios perdona […] No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en
la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero
después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado,
blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión!»
2. No me siento perdonado cuando me confieso:
Hay
una formula teológica en latín que suena complicada, pero en verdad es
sencilla. Dice así: los sacramentos actúan “ex
opere operato”. Si lo traduce literalmente la frase quedaría así, “los
sacramentos actúan con el trabajo que se realiza”. Claro como el agua, ¿no? En
otras palabras, si se realizan en “buena ley” la eficacia de los sacramentos no
falla. Es decir, si se celebran correctamente, los sacramentos tienen una
fuerza tal, que por gracia divina realizan aquello que dicen,
independientemente del estado de ánimo o de gracia de la persona que lo realiza
(no depende ni de la santidad del sacerdote ni de la mía, ni de cómo nos
sentimos en ese momento). Claro está, que mientras mejor es mi disposición
interior, mayor serán los efectos de aquella gracia recibida en mi vida.
3. Ese sacerdote siempre me reta, es muy exagerado:
El
orgullo entre otras cosas genera una alta sensibilidad y susceptibilidad ante
todo lo que tenga que ver con nuestra persona, especialmente en lo que se
refiere a nuestros defectos y errores. En algunos casos incluso llega a crear
una serie de complejos, delirios de persecución, y agresividad contra quienes
nos cuestionan en dicho ámbito. Teniendo esto en cuenta, pregúntese con
humildad ¿No será más bien que yo estoy siendo orgulloso y le echo la culpa al
cura porque me duele aceptar mis pecados? Si no fuese este el caso, entonces
pregúntese ¿Quizá Dios se vale de este curita gruñón para hacerme crecer en
humildad? Si tampoco este es el caso, entonces busque un sacerdote más calmado,
y rece mucho por aquel a quien no le tiene mucha estima.
4. No me gusta el sacerdote, no me escucha:
Hable
con el sacerdote si puede, dígale lo que piensa con caridad, explíquele su
situación. Si no, busque otro sacerdote. Y sobre todo rece mucho para Dios
mande cada vez más sacerdotes atentos, pacientes… santos.
5. Yo me confieso directamente con Dios:
Si
esto es verdad, entonces vaya a confesarse. Pues este sacramento es la vía más
segura para confesarse directamente con Dios. Si no está convencido, revise que
entiende usted por directo e indirecto. A mí al menos, cuando quiero hablar
directamente con alguien, no me basta solo con entablar un diálogo interior y
espiritual. Me gusta ir a ver a la persona y conversar cara a cara. Soy más
como esos griegos que le dicen a Felipe: “Señor, queremos ver a Jesús”. Hay un
impulso, un deseo profundo e irresistible que me arrastra a buscar el contacto;
a querer ver, escuchar, tocar. Dios sabe perfectamente cuánto necesitamos esta
certeza concreta y física. Por eso el Logos se hizo carne y habitó entre
nosotros. Por eso también instituyó los sacramentos, como mediaciones visibles,
concretas, tangibles, encarnadas… para acceder a las gracias invisibles. Esto
son los verdaderos diálogos directos. Así es, es tiempo de revisar las
definiciones.
6. Hay mucha fila, me da pereza esperar:
Respondo
con un proverbio y una cita. Dice el Proverbio: «He pasado junto al campo de un
perezoso, y junto a la viña de un hombre insensato, y estaba todo invadido de
ortigas, los cardos cubrían el suelo, la cerca de piedras estaba derruida. Al
verlo, medité en mi corazón, al contemplarlo aprendí la lección: Un poco
dormir, otro poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados y
llegará, como vagabundo, tu miseria y como un mendigo tu pobreza» (Pr
24,30-34). Dice la cita: «Si por pereza dejas de poner los medios necesarios
para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento, y harás
la vida imposible a ti mismo y quizá también a los demás y, lo que más importa,
correrás gran peligro de perderte eternamente» (J.Pecci –León XIII -, Práctica
de la humildad, 49). Mejor haga la fila.
7. No he matado, no he robado, soy bueno:
Aquí
se aplica el “efecto socrático”. Me explico: Sócrates cuando recibió el oráculo
en el templo de Delfos que lo proclamaba el hombre más sabio de Atenas, no lo
podría creer. Él no podía ser más sabio que los hombres más cultos de su época
(que bien conocía). Entonces se paseó por la polis tratando de desmentir el
oráculo de la Pitonisa. Lo paradójico fue que al aceptar su ignorancia y los
límites de su sabiduría comenzó a formular una serie de preguntas tan incisivas
que acabaron por convertirlo en el más sabio entre sus pares. Salvando las
distancias del caso, a los santos les pasa algo semejante. A ellos les parece
tan increíble que la gente los considere santos, que van por el mundo
desmintiendo los oráculos. Han percibido con tal sensibilidad el amor de Dios,
que se experimentan siempre en falta. Pero mientras más confiesan su pecado y
los límites de su amor, más se abren a la misericordia de Dios, y así
irónicamente más confirman y afianzan su santidad. Por el contrario, quien se
cree bueno sufre del “efecto farisaico”, y comete el pecado más terrible: la
soberbia de sentirse justificado. Si usted sufre de este efecto preocúpese,
porque es inversamente proporcional.
8. Escuchar misa, eso sí es importante:
Dejo
que Jesús le responda: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí,
y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el
Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo;
no como el que comieron vuestros padres, y murieron: el que coma este pan
vivirá para siempre» (Jn6 56-58). Usted replicará: «Está bien, entonces no solo
escucharé la misa, comeré también del pan que da Vida Eterna». Dejo que San
Pablo le responda: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente,
será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y
coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el
Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11, 27-29). Ya sabe entonces: no
solo vaya a escuchar, es importante comulgar, y para comulgar, los pecados hay
que confesar.
9. Lo haré cuando esté realmente arrepentido:
Esta
afirmación es en parte correcta. La confesión requiere del arrepentimiento
auténtico para que sea fructuosa. En todo caso sería bueno que se esfuerce y se
proponga alcanzarlo lo antes posible. ¿Cómo? Rece más, lea la Biblia, medite
más y haga un profundo examen de conciencia. ¿Por qué? Porque la vida pasa y
todos necesitamos arrepentirnos para poder pedir con sinceridad perdón, y pedir
perdón es fundamental para poder convertirnos; y convertirnos, para llegar al
cielo. «No te desesperes – decía San Agustín- se te ha prometido el perdón
-Gracias a Dios por estas promesas –respondía otro– a ellas me atengo. «Ahora,
pues, vive bien –replicaba este– Mañana viviré bien- el otro contestó: Te ha
prometido Dios el perdón, pero el día de mañana nadie te lo ha prometido» (San
Agustín, Comentario sobre el salmo 101).
10. No tengo tiempo, mejor comulgo y luego me
confieso:
Lo
decíamos en otro punto. Si realmente no ha podido confesarse por motivos de
fuerza mayor (no valen argumentos como “no alcancé porque estaba viendo el
partido de fútbol”) y realiza una contrición perfecta, usted podría comulgar.
Lo dice el Catecismo en el 1452. Ahora bien, obtiene el perdón de los pecados
mortales con esta contrición, bajo una condición importante: «si comprende la
firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental
(cf Concilio de Trento: DS 1677)». Esto quiere decir, que al final de la misa
debe buscar al sacerdote para pedir la confesión (o lo antes posible). Si no es
esta su intención, pone en cuestión la perfección de su contrición y por lo
mismo el perdón de los pecados mortales cometidos. En todo no es muy
aconsejable aprovecharse de esta posibilidad, pues es muy difícil tener la
certeza de la perfección de la contrición. Vaya por lo seguro. Llegue a tiempo
y confiésese con tranquilidad. No se arriesgue. Recuerde también de las
palabras de San Pablo: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor
indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues,
cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11, 27-29).
11. Con las oraciones que hago diario, los
sacrificios, las obras de caridad, se me perdonan los pecados:
Esto
es verdad. Lo dice la Biblia: «el amor cubre multitud de pecados» (1Pe 4,8). Y
lo confirma el Catecismo en el número 1452: «La contrición cuando brota del
amor de Dios amado sobre todas las cosas se llama “contrición perfecta” (contrición
de caridad). Semejante contrición perdona las faltas». Sin embargo, la Biblia
también dice: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les
quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn.
20, 22-23). Y el Catecismo continúa diciendo: «semejante contrición perdona las
faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si
comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión
sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677).». No se debe oponer una verdad
con la otra. Ambas deben ser integradas. La confesión no es una imposición
externa o una cuestión opcional, es más bien el regalo que nos hace Dios para
“concretar” con seguridad esa experiencia de misericordia que hemos recibido.
Es muy difícil estar seguros de haber hecho una contrición perfecta, y por eso
Dios nos regala maneras para confirmarla. Es poco aconsejable comulgar sin
tener certeza del perdón. De hecho quien pudiéndolo confirmar a través de las
mediaciones seguras, prefiriese no hacerlo, por considerarlas innecesarias,
pone en cuestión al mismo Dios e ipso facto pone en cuestión la perfección de
su contrición.
12. No me confieso con un pecador, él no puede
perdonarme:
Cuando
el sacerdote dice “Yo te absuelvo” ocurre un gran milagro. Sucede lo mismo que
cuando dice: “este es mi Cuerpo”. No es el Cuerpo del sacerdote. Sépalo usted,
allí quien habla ya no es solo el sacerdote. Ese “Yo” que usted escucha es la
voz del mismo Cristo. Sí, es una voz que viene desde lo más alto de los cielos
y desde las profundidades del corazón. Qué no la engañen sus sentidos. Ese “Yo”
le pertenece a Cristo. Es difícil de creer, pero es la pura verdad. A usted
quien lo perdona es Cristo, cierto, a través del sacerdote.
13. No lo necesito, soy consciente de mis errores y
puedo corregirlos solo:
Habría
que distinguir. Mejorar sus errores es una cosa, perdonar sus pecados es otra.
Sobre lo primero tiene usted razón. Puede y debe mejorar sus errores. Eso sí,
no diría solo, porque la gracia de Dios es siempre necesaria. Sobre lo segundo
en cambio se equivoca. Si se trata de pecados, la confesión es imprescindible.
Solo Dios perdona los pecados. Esta potente verdad fue uno de los motivos de la
conversión de Chesterton, que decía con gran lucidez: «Cuando la gente me
pregunta a mí o a cualquier otro ¿Por qué te uniste a la Iglesia de Roma?, la
primera respuesta esencial, aunque sea en parte incompleta es: “para librarme
de mis pecados”. Porque no hay ningún otro sistema religioso que declare
verdaderamente que libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la
penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con todo lo que vive: pero
no como lo hacen los optimistas y los predicadores paganos de la felicidad. El
don viene dado a un precio y condicionado a la confesión. He encontrado una
religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí mismo”»
14. Dios no me va a perdonar:
Es
cierto. Dios no lo va a poder perdonar si sigue creyendo que no lo va a
perdonar. La misericordia de Dios llama con insistencia, pero jamás bota abajo
la puerta. Pruebe usted mejor a cambiar de idea. Repita conmigo: “Dios sí que
me va a perdonar. Dios quiere, puede y me va a perdonar. Dios es infinitamente
misericordioso”. Es cierto. Dios ahora la va a perdonar, sin importar lo que
haya hecho. Dios no se cansa de perdonarlo. Dios es siempre fiel y llama todo
el tiempo a nuestra puerta. Somos nosotros los que por desconfianza, vergüenza,
falsa autocompasión, etc. nos quedamos comiendo solos, encerrados en los
pequeños y terribles rincones de nuestra pusilánime soledad.
15. Conozco al sacerdote, me da mucha vergüenza
contarle lo que he hecho:
Dicen
algunos que el pudor es la experiencia interior que nos lleva a reconocer el
valor que debe ser protegido (ocultado muchas veces). Esto salva por ejemplo a
la desnudez del mal gusto (lo sabemos es de mal gusto andar desnudos por la
calle). La vergüenza en cambio, que en algo se le parece, es la experiencia
interior del valor que ha sido transgredido, y nos lleva a protegernos (a
ocultarnos también tantas veces). Esto nos salva de ser unos sinvergüenzas (lo
sabemos es feo cometer un pecado grave y luego andar por la vida como si nada
hubiese sucedido). Ahora bien, la vergüenza puede ser negativa si es que se
repliega en sí misma. Decía el santo Cura de Ars que el demonio antes de pecar
te quita la vergüenza y te la restituye cuando vas a confesarte. Pero por el
contario, la sana vergüenza, puede ser muy positiva si es que nos lleva a una
confesión más profunda y dolida, y evita que volvamos a caer muy seguido en los
mismos pecados. Por eso usted tiene que aprovechar su mucha vergüenza como
catalizador, para -después de entrar en su interior y replegarse- salir como el
hijo pródigo decidido a la casa del Padre. Si le cuesta mucho, entonces busque
a otro sacerdote o un confesionario con rejilla. Eso sí, no se olvide: evite
quedarse oculto.
16. No tengo por qué contarle mis pecados a otro, es
un asunto privado:
En
este asunto San Juan es taxativo: «Si decimos que no pecamos, nos engañamos a
nosotros mismos y la verdad no está en nosotros; pero si confesamos nuestros
pecados, Dios nos perdonará. Él es fiel y justo para limpiarnos de toda
maldad.» (1Jn1, 8-10) Además «Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios.
Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros
pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es
necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del
sacerdote
*Daniel Prieto - CatholicLink
Pedidos de oración
Pedimos
oración por la Santa Iglesia Católica; por el Papa Francisco, por el Papa Emérito Benedicto, por los obispos, sacerdotes,
diáconos, seminaristas, catequistas y todos los que componemos el cuerpo
místico de Cristo; por la unión de los cristianos para que seamos uno, así como
Dios Padre y nuestro Señor Jesucristo son Uno junto con el Espíritu Santo; por
las misiones; por el triunfo del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado
Corazón de María; por la conversión de
todos los pueblos; por la Paz en el mundo; por
los cristianos perseguidos y martirizados en Medio Oriente, África, y en otros
lugares; por nuestros hermanos sufrientes por diversos motivos
especialmente por las enfermedades, el abandono, la carencia de afecto, la
falta de trabajo, el hambre y la pobreza; por los niños con cáncer y otras
enfermedades graves; por el drama de los refugiados del Mediterráneo; por los
presos políticos y la falta de libertad en muchos países del mundo; por la
unión de las familias, la fidelidad de los matrimonios y por más inclinación de
los jóvenes hacia este sacramento; por el aumento de las vocaciones
sacerdotales y religiosas; y por las Benditas Almas del Purgatorio.
Pedimos
oración para J. Miguel P., que vive
en Alemania y pasa por una situación de depresión severa. Rogamos a Jesús, Luz
del mundo, que aleje de él las sombras y la angustia y lo proteja junto a toda
su familia.
Pedimos
oración por Paola, de Pamplona,
España, que continúa su tratamiento oncológico, para que la Santísima Virgen de
Lourdes siga acompañándola y el Señor la fortalezca para llegar al final de
esta terapia con los mejores resultados.
Pedimos
oración para Eduardo S. y Julia G., ambos de la ciudad de
Medellín, Colombia, que se encuentran muy delicados de salud, rogando a Jesús
Misericordioso que los toque con Su Mano y les conceda la gracia de sanarse.
Tú quisiste, Señor, que tu Hijo unigénito soportara
nuestras debilidades,
para poner de manifiesto el valor de la enfermedad y
la paciencia;
escucha las plegarias que te dirigimos por nuestros
hermanos enfermos
y concede a cuantos se hallan sometidos al dolor, la
aflicción o la enfermedad,
la gracia de sentirse elegidos entre aquellos que tu
hijo ha llamado dichosos,
y de saberse unidos a la pasión de Cristo para la
redención del mundo.
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor.
Amén
Los cinco minutos de Dios
Julio 4
El
afán desmedido de nuestro mundo por vivir la libertad ha hecho que en muchos
ambientes se rechace sistemáticamente cualquier autoridad, y esto no es bueno.
Así
se vicia el campo sagrado y legítimo de la libertad personal, hasta provocar un
desequilibrio funesto, convertido en claro ataque contra la autoridad que tiene
por misión regir y tutelar el orden y el bien común.
Y
en su lugar se da rienda suelta a un libertinaje de miras egoístas que engendra
el caos y la confusión. La rebeldía perturbadora y la desobediencia han colmado
sus audacias, alimentadas también por la timidez de ciertos elementos
dirigentes para cortar con abusos, injusticias y escándalos de muy diversa
índole.
La
autoridad es un servicio y tiene una misión. Por eso, ha de ser acatada y
respetada por todos, pues sin ella la sociedad perdería su razón de ser y se
desintegraría. La autoridad, bien entendida, viene de Dios.
“No tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la
hubieras recibido de lo alto” (Jn 19,11). Dios es el único Señor y Dueño de los
hombres; es Él el que hace participar a algunos hombres de su poder y
autoridad, con la misión de regir y gobernar a los otros hombres.
* P. Alfonso Milagro
Jardinero de Dios
-el
más pequeñito de todos-
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