viernes, 29 de marzo de 2013

Pequeñas Semillitas 1988


PEQUEÑAS SEMILLITAS

Año 8 - Número 1988 ~ Viernes 29 de Marzo de 2013
- AÑO DE LA FE -
Desde la ciudad de Córdoba (Argentina)
   

Alabado sea Jesucristo…
Viernes Santo. Hoy muere. Al amanecer del viernes, le juzgan. Tiene sueño, frío, le han dado golpes. Deciden condenarle y lo llevan a Pilatos. Judas, desesperado, no supo volver con la Virgen y pedir perdón, y se ahorcó. Los judíos prefirieron a Barrabás. Pilatos se lava las manos y manda crucificar a Jesús. Antes, ordenó que le azotaran. La Virgen está delante mientras le abren la piel a pedazos con el látigo. Después, le colocan una corona de espinas y se burlan de Él. Jesús recorre Jerusalén con la Cruz. Al subir al Calvado se encuentra con su Madre. Simón le ayuda a llevar la Cruz. Alrededor de las doce del mediodía, le crucificaron. Nos dio a su Madre como Madre nuestra y hacia las tres se murió y entregó el espíritu al Padre. Para certificar la muerte, le traspasaron con una lanza. Por la noche, entre José de Arimatea y Nicodemo le desclavan, y dejan el Cuerpo en manos de su Madre. Son cerca de las siete cuando le entierran en el sepulcro.
¡Dame, Señor dolor de amor! Ojalá lleves en el bolsillo un crucifijo y lo beses con frecuencia.


La Palabra de Dios:
Evangelio de hoy


En aquel tiempo, Jesús pasó con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos. Pero también Judas, el que le entregaba, conocía el sitio, porque Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos. Judas, pues, llega allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelanta y les pregunta: «¿A quién buscáis?». Le contestaron: «A Jesús el Nazareno». Díceles: «Yo soy». Judas, el que le entregaba, estaba también con ellos. Cuando les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?». Le contestaron: «A Jesús el Nazareno». Respondió Jesús: «Ya os he dicho que yo soy; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos». Así se cumpliría lo que había dicho: «De los que me has dado, no he perdido a ninguno». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?».
Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, le ataron y le llevaron primero a casa de Anás, pues era suegro de Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año. Caifás era el que aconsejó a los judíos que convenía que muriera un solo hombre por el pueblo. Seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del Sumo Sacerdote y entró con Jesús en el atrio del Sumo Sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Entonces salió el otro discípulo, el conocido del Sumo Sacerdote, habló a la portera e hizo pasar a Pedro. La muchacha portera dice a Pedro: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?». Dice él: «No lo soy». Los siervos y los guardias tenían unas brasas encendidas porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos calentándose. El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina. Jesús le respondió: «He hablado abiertamente ante todo el mundo; he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he hablado nada a ocultas. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho». Apenas dijo esto, uno de los guardias que allí estaba, dio una bofetada a Jesús, diciendo: «¿Así contestas al Sumo Sacerdote?». Jesús le respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?». Anás entonces le envió atado al Sumo Sacerdote Caifás. Estaba allí Simón Pedro calentándose y le dijeron: «¿No eres tú también de sus discípulos?». El lo negó diciendo: «No lo soy». Uno de los siervos del Sumo Sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le dice: «¿No te vi yo en el huerto con Él?». Pedro volvió a negar, y al instante cantó un gallo.
De la casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder así comer la Pascua. Salió entonces Pilato fuera donde ellos y dijo: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?». Ellos le respondieron: «Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado». Pilato replicó: «Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley». Los judíos replicaron: «Nosotros no podemos dar muerte a nadie». Así se cumpliría lo que había dicho Jesús cuando indicó de qué muerte iba a morir. Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el Rey de los judíos?». Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?». Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?». Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí». Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?». Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Le dice Pilato: «¿Qué es la verdad?». Y, dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo: «Yo no encuentro ningún delito en Él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?». Ellos volvieron a gritar diciendo: «¡A ése, no; a Barrabás!». Barrabás era un salteador.
Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarle. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a Él, le decían: «Salve, Rey de los judíos». Y le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: «Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en Él». Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilato: «Aquí tenéis al hombre». Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Les dice Pilato: «Tomadlo vosotros y crucificadle, porque yo ningún delito encuentro en Él». Los judíos le replicaron: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios». Cuando oyó Pilato estas palabras, se atemorizó aún más. Volvió a entrar en el pretorio y dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?». Pero Jesús no le dio respuesta. Dícele Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?». Respondió Jesús: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado». Desde entonces Pilato trataba de librarle. Pero los judíos gritaron: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César». Al oír Pilato estas palabras, hizo salir a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado Enlosado, en hebreo Gabbatá. Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta. Dice Pilato a los judíos: «Aquí tenéis a vuestro Rey». Ellos gritaron: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!». Les dice Pilato: «¿A vuestro Rey voy a crucificar?». Replicaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César». Entonces se lo entregó para que fuera crucificado.
Tomaron, pues, a Jesús, y Él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí le crucificaron y con Él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio. Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No escribas: ‘El Rey de los judíos’, sino: ‘Éste ha dicho: Yo soy Rey de los judíos’». Pilato respondió: «Lo que he escrito, lo he escrito». Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: «No la rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca». Para que se cumpliera la Escritura: «Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica». Y esto es lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: «Tengo sed». Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está cumplido». E inclinando la cabeza entregó el espíritu.
Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado —porque aquel sábado era muy solemne— rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con Él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: «No se le quebrará hueso alguno». Y también otra Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo —aquel que anteriormente había ido a verle de noche— con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Allí, pues, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús.
(Jn 18,1—19,42)

Comentario
Hoy celebramos el primer día del Triduo Pascual. Por tanto, es el día de la Cruz victoriosa, desde donde Jesús nos dejó lo mejor de Él mismo: María como madre, el perdón —también de sus verdugos— y la confianza total en Dios Padre.
Lo hemos escuchado en la lectura de la Pasión que nos transmite el testimonio de san Juan, presente en el Calvario con María, la Madre del Señor y las mujeres. Es un relato rico en simbología, donde cada pequeño detalle tiene sentido. Pero también el silencio y la austeridad de la Iglesia, hoy, nos ayudan a vivir en un clima de oración, bien atentos al don que celebramos.
Ante este gran misterio, somos llamados —primero de todo— a ver. La fe cristiana no es la relación reverencial hacia un Dios lejano y abstracto que desconocemos, sino la adhesión a una Persona, verdadero hombre como nosotros y, a la vez, verdadero Dios. El “Invisible” se ha hecho carne de nuestra carne, y ha asumido el ser hombre hasta la muerte y una muerte de cruz. Pero fue una muerte aceptada como rescate por todos, muerte redentora, muerte que nos da vida. Aquellos que estaban ahí y lo vieron, nos transmitieron los hechos y, al mismo tiempo, nos descubren el sentido de aquella muerte.
Ante esto, nos sentimos agradecidos y admirados. Conocemos el precio del amor: «Nadie tiene mayor amor que el de dar la vida por sus amigos» (Jn 15,13). La oración cristiana no es solamente pedir, sino —antes de nada— admirar agradecidos.
Jesús, para nosotros, es modelo que hay que imitar, es decir, reproducir en nosotros sus actitudes. Hemos de ser personas que aman hasta darnos y que confiamos en el Padre en toda adversidad.
Esto contrasta con la atmósfera indiferente de nuestra sociedad; por eso, nuestro testimonio tiene que ser más valiente que nunca, ya que el don es para todos. Como dice Melitón de Sardes, «Él nos ha hecho pasar de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. Él es la Pascua de nuestra salvación».
Rev. D. Francesc CATARINEU i Vilageliu (Sabadell, Barcelona, España)


Santoral Católico:
Santos Jonás y Baraquicio
Mártires


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Fuente: EWTN

  
¡Buenos días!

Acepta la realidad

Un signo de madurez es aceptar la realidad y poseer suficiente solidez y equilibrio para vivirla. La persona madura es objetiva: sabe valorarse a sí mismo sin dejar de valorar a los demás. Es capaz de tomar una decisión y sostenerla. Madurez es el arte de vivir en paz con lo que no se puede cambiar. Ejercítate en la sabiduría de “poner siempre los pies sobre la tierra”.

Un profesor de química al mismo tiempo que hacía experimentos solía dejar enseñanzas inolvidables. Una vez que tenía en la mano una botella de leche, la dejó caer en la batea del agua. Quedaron los vidrios y toda la leche se escurrió por el desagüe. “La leche está perdida, dijo. No podemos rescatarla más. Seamos más cuidadosos y no lloremos nunca por la leche derramada”.

Confía en el Señor y vigila tu mente para que no echen raíces ideas o emociones funestas que pueden dañarte y trabar las fuerzas de tu espíritu. Por una parte, mantén la vigilancia y, por otra, fortalece con la meditación los valores perdurables del amor, la paciencia, la serenidad y la alegría profunda. Que el Señor te bendiga y proteja en este crecimiento.

Padre Natalio


La frase de hoy

"En la cruz..., ¿fue Cristo el que murió...
o fue la muerte la que murió en Él?
¡Oh, qué muerte... que mató a la muerte!"

San Agustín


Tema del día: La Crucifixión
Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu


Tres condenados a muerte. Parecería que han recibido el mismo trato, pero no. A ti, Jesús, te rompieron las espaldas, te las araron a fuerza de latigazos. Los ejecutores se cansaron de golpearte inmisericordemente, hasta verte desmayar sobre la pequeña columna, retorciéndote de dolor.

Luego vino la borrachera de risotadas y burlas, en catarata, al hacer de ti el centro del juego llamado "basileos": eras el rey de sornas, te vistieron con una clámide roja, te buscaron un cetro de caña y te coronaron -ingeniosa iniciativa- con un casquete de espinas, que a base de presionarlo con sus guanteletes de hierro, terminaron por clavártelo completamente en tu cabeza bendita. Y nuevos, abundantes hilillos de sangre descendieron por tu rostro. Eran espinas muy pronunciadas, no muchas. La cohorte desfila burlonamente ante tu persona deshecha. Se arrodillan ante ti, saludándote con un "¡salve, rey de los judíos!", y se despiden con un gesto obsceno, una risotada, tirando de tu barba sanguinolenta o escupiendo sobre tu rostro. Quizá, en el colmo de la humillación, alguno tuvo la desfachatez de orinar encima de ti... para que supieras que no eras nadie para ellos, aunque lo eras todo para la creación entera.

Paso seguido te llevan ante Pilato y éste se queda petrificado, al ver cómo en poco tiempo habías envejecido, y cómo te habían quitado tanto de esa dignidad regia que te envolvía. "Ecce homo", o lo queda de él. Aquí está el hombre, para que terminemos con él. Aquí está el hombre, el auténtico, el genuino, el más bello hijo de Adán. Aquí está Jesús de Nazaret, nuestro redentor, revelándonos el valor infinito de cada persona al soportar este cúmulo de humillaciones. Sólo él "revela el misterio del hombre al hombre mismo".

Tres son los sentenciados. Cada uno debe cargar sobre sus espaldas el travesaño horizontal hasta el montículo de la calavera. Unidos el uno al otro por cuerdas, comparten una misma condena, mismos sufrimientos, pero por razones diametralmente opuestas, y con resultados absolutamente diversos y contradictorios: uno de ellos se robará esa misma tarde la gloria del cielo; mientras que el tercero no dará, al menos externamente, signos de arrepentimiento, sino de odio y de desprecio.

A ese cuerpo ya no lo llevas, lo arrastras, y cuando te vence la debilidad, te recibe secamente el suelo polvoriento. Tu rostro se impacta contra las piedrecillas. La sangre y el sudor se vuelven lodo. Has perdido la conciencia más de una vez. La muerte empieza a rondar. Te levantas para llegar hasta la meta, para cumplir tu misión, para no dejar de amar hasta la última brizna de vida. Pero estás tan débil y tu mirada tan perdida, que uno de los soldados debe echar mano de un transeúnte, un cierto Simón de Cirene, para que te ayude a llevar el travesaño hasta los pies del Calvario. Es un camino cargado de gritos, burlas, improperios, llanto, reclamos de piedad, insultos, obscenidades.

"¡Padre, llegó la hora!" La hora de las tinieblas, que en la cruz será la hora del amor supremo, y a base de humildad, trocarás el Vía-crucis en Vía-lucis. Desde ella, desde ese patíbulo de ignominia todo dolor humano quedará injertado en el tuyo, preñado de eternidad y roto desde dentro su sinsentido y toda desesperación.

Observas cómo preparan el travesaño horizontal para hacerlo empalmar posteriormente con el vertical que ya ha sido sólidamente erigido en la cumbre de aquel montículo.

Te quitan la ropa, tu túnica bañada en sangre, casi seca. Te la arrancan abriéndote nuevamente tantas heridas a punto de cerrar. Duele demasiado, como si te desollaran de espaldas y pecho. Te hacen recostar, abriendo los brazos sobre el madero. Tus manos benditas, que siempre compartieron todo y que no dejaron de bendecir a tu alrededor, ahora quedan atrapadas por dos inmensos clavos que perforan tus muñecas, una después de la otra, creando un dolor de tal magnitud que te hace convulsionar de pies a cabeza. Es un horrendo calambre que recorre tus brazos, como una descarga que llega a la columna, inmisericorde, y que no te abandonará sino hasta el mismo momento de tu muerte.

Con gran agilidad te levantan, elevan el travesaño hasta hacerlo empotrar en el palo vertical. Lo aseguran y, entonces, realizan la misma maniobra sobre tus pies: los fijarán al madero con otro clavo, un pie sobre el otro. Tus pies, que sólo trajeron verdad y belleza, la buenas nuevas del Reino, la alegría del amor del Padre, ahora están inmóviles, atravesados por ese clavo, para siempre.

No hubo cuerdas de apoyo para tus brazos, no había estribo como asiento ni como apoyo para tus pies. Los tres criminales quedaron literalmente pendientes de sus carnes vivas. El tormento romano fue inventado y desarrollado para infligir a los condenados un dolor atroz que hacía bisagra sobre su aguante físico: en la medida en que se podían apoyar sobre sus heridas vivas para levantar el cuerpo podían respirar; al cansarse, se abandonaban, creando una desesperante sensación de ahogo. La posición del crucificado buscaba la muerte por asfixia. Era, por tanto, doblemente macabro, ingenioso, sádico... ¡y allí colgaba el hijo de Dios!

El diablo se debió sentir profundamente satisfecho. Había logrado dirigir todas las baterías, todas las pasiones humanas contra el Mesías y lo tenía indefenso y moribundo sobre una cruz.

Ahora tu cuerpo se retuerce y gime, anhelando un poco de oxígeno. Sientes estallar los pulmones, y, con enorme esfuerzo, logras algunas bocanadas de aire irguiéndote sobre tus carnes, sobre tus heridas abiertas. Respiras a precio de infinito dolor.

Tres horas pendiendo de la cruz, hasta compartir la angustia de los condenados. No "sientes" la presencia del Padre, como si se te hubiese escondido su rostro: "Eloí, Eloí, lamá sabactaní". Hasta allá bajaste, hasta los límites del abandono y de la desesperación, para desde allá rescatar al hombre, rescatarme a mí de las garras del infierno, de mis más íntimos miedos, de mis más ocultos complejos. Este es el precio de mi salvación, de mi rescate. ¡Demasiado alto para jugar con él! ¡Demasiado amor para continuar jugando con ello!

Y todo esto por mí, en lugar mío, para mí. Para demostrarme -con hechos- cuánto me quieres, cuánto valgo ante tus ojos y cuánto esperas de mí, Señor.
Cuando así me has amado, la única pregunta válida es ésta: ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Qué quieres de mí, Señor? ¡Aquí me tienes! Cuenta conmigo para lo que quieras. Te lo mereces. En verdad, algo menos de esto sería absurdo, vil tacañería, desesperante ceguera.

Ojalá que al contemplar tu cuerpo fláccido y desgarrado a jirones, tus manos retorcidas, tus pies amoratados, tu rostro deformado, tu sangre que no cesa de escapar desde todos tus poros y ha encharcado la base de tu cruz, yo no pueda contener el grito que escapó del pecho de S. Pablo: "la vida al presente la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí".

Sí, Señor. Ahora puedes terminar de morir en paz. Todo está consumado. Sí: todo lo has cumplido. Has cumplido de sobra tu misión... "los amó hasta el extremo".

E inclinando la cabeza, entregó el Espíritu.

Autor: P. Alfonso Pedroza LC
Fuente: Catholic.net

Oración

El Señor le dijo a Santa Faustina Kowalska lo siguiente sobre la oración de las tres:

A las tres de la tarde en punto, implora Mi misericordia, especialmente por los pecadores; y, aunque sea por un breve momento, sumérgete en Mi pasión, particularmente en Mi abandono en el momento de la agonía. Esta es la hora de la gran misericordia para todo el mundo. Yo te permitiré entrar en Mi dolor mortal. En esta hora, Yo no rehusaré nada al alma que Me pida algo en virtud de Mi pasión.

Expiraste, Jesús, pero Tu muerte hizo brotar un manantial de vida para las almas y el océano de Tu misericordia inundó todo el mundo. Oh, Fuente de Vida, insondable misericordia divina, anega el mundo entero derramando sobre nosotros hasta Tu última gota. Oh, Sangre y Agua que brotaste del Corazón de Jesús, manantial de misericordia para nosotros, en Ti confío.


Santo Rosario

¡Imagínese lo que podría suceder si todos los católicos en el mundo rezan un Rosario en el mismo día! Tenemos un ejemplo en octubre de 1573, cuando Europa se salvó de la invasión de la poderosa flota turca, por el rezo del Rosario por todos los cristianos.
Hoy, Viernes Santo, vamos todos a rezar un Rosario por la paz del mundo y el regreso de los valores morales en nuestras comunidades. Por favor oren también por el Papa Francisco.
Unámonos en esta oración, una de las oraciones más poderosas que existen, por estas intenciones, en uno de los días más sagrados de nuestro año litúrgico.
¡Dios nos bendiga a todos!


Vía Crucis

Hoy Viernes Santo, invito a los lectores a rezar el Vía Crucis para revivir la pasión y muerte de Jesús. Para ello les digo que en la página de mi Parroquia Nuestra Señora del Valle, Córdoba, Argentina, he colocado un artículo proporcionado por el Arzobispado de Córdoba, con el rezo del Vía Crucis contemplando las diferentes estaciones con meditaciones sobre la vida de nuestro próximo beato, el Cura Brochero, quien identificado con Cristo en su Pasión, siguió fielmente los pasos del Señor...
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Nuevo video y artículo

Hay un nuevo video subido a este blog.
Para verlo tienes que ir al final de la página.

Hay nuevo material publicado en el blog
"Juan Pablo II inolvidable"
Puedes acceder en la dirección:


“Intimidad Divina”

Traspasado por nuestras rebeliones

La Liturgia del Viernes Santo es una conmovedora contemplación del misterio de la Cruz, cuyo fin no es sólo conmemorar, sino hacer revivir a los fieles la dolorosa Pasión del Señor. Dos son los grandes textos que la presentan: el texto profético atribuido a Isaías (Is 52, 13; 53, 12) y el texto histórico de Juan (18, 1-19, 42). La enorme distancia de más de siete siglos que los separa queda anulada por la impresionante coincidencia de los hechos, referidos por el profeta como descripción de los padecimientos del Siervo del Señor, y por el Evangelista como relato de la última jornada terrena de Jesús… Esto demuestra que la Cruz de Cristo se halla en el centro mismo de la salvación, ya prevista en el Antiguo Testamento a través de los padecimientos del Siervo de Dios, figura del Mesías que salvaría a la humanidad, no con el triunfo terreno, sino con el sacrificio de sí mismo. Y es éste el camino que cada uno de los fieles debe recorrer para ser un salado y un salvador.

Entre la lectura de Isaías y la de Juan, la Liturgia inserta un tramo de la carta a los Hebreos (4, 14-16; 5, 7-9). Jesús, Hijo de Dios, es presentado en su cualidad de Sumo y Único Sacerdote, no tan distante, sin embargo, de los hombres “que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado ene todo, igual que nosotros, excepto en el pecado”. Es la prueba de su vida terrena, y, sobre todo, de su pasión, por la que ha experimentado en su carne inocente todas las agruras, los sufrimientos, las angustias, las debilidades de la naturaleza humana. Así, a un mismo tiempo, él se hace Sacerdote y Víctima, y no ofrece en expiación de los pecados de los hombres sangre de toros o de corderos, sino la propia sangre.

Pero a la muerte de Cristo siguió inmediatamente su glorificación. El centurión de guardia exclama: “Realmente, este hombre era justo”, y todos los presentes, “habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho” (Lc 23, 47-48). La Iglesia sigue el mismo itinerario, y tras de haber llorado la muerte del Salvador, estalla en un himno de alabanza y se postra en adoración: “Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero”. Con los mismos sentimientos, la Liturgia invita a los fieles a nutrirse con la Eucaristía, que, nunca como hoy, resplandece en su realidad de memorial de la muerte del Señor. Resuenan en el corazón las palabras de Jesús: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19) y las de Pablo: “cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1 Cor 11, 26).

¡Oh Cristo Jesús, caído bajo el peso de la cruz, yo te adoro! “Fuerza de Dios”, te mostraste abatido por la debilidad para enseñarnos la humildad y confundir nuestro orgullo. “Oh Sumo Sacerdote, lleno de santidad, que pasaste por nuestras mismas pruebas para asemejarte a nosotros y poder compadecerte de nuestras debilidades”, no me abandones a mí mismo, porque no soy más que debilidad; dame tu fuerza para que no sucumba al pecado. (C. Marmión, Cristo en sus misterios, 14).

P. Gabriel de Sta. M. Magdalena O.C.D.
Jardinero de Dios
-el más pequeñito de todos-
.

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